Ojalá, siempre podamos encontrar la escencia que transforma en sacramento lo que nació para ser trivial. Un encuentro, una comida, un libro, una fotografía, un trozo de madera, un pan, un olor, un sabor, una botella de vino, una canción, un pañuelo, la temperatura de una mañana, los rayos del sol que alumbran un atardecer... qué seamos capaces de recoger en nuestra memoria aquello que un día dará testimonio de que hemos amado y por tanto hemos vivido. Hoy 17 de junio es el día del padre y el que a mí me dio la vida está en el cielo.
No guardo de él ningún recuerdo material (como un regalo o algo así) que me haga sentir su presencia al tocarlo; para mí su recuerdo se hace más evidente por ejemplo cuando escucho un tango de Gardel, un vals o al trío Los Panchos. También me lo recuerdan las películas de vaqueros y la eterna "Pretty Woman" de Julia Roberts, las palomas de castilla, las guayaberas, las minutas, los programas de animales, los animalitos de zoo, un juego de billar. Su recuerdo también se me agudiza con el olor a hospital y cuando veo una silla de ruedas, me lo recuerdan los viejitos por la calle, las canas y la mirada de la gente mayor que es tan característica y a mí se me hace que lo es por haber visto tanto tanto... Agradezco al Dios de la vida por el padre que me tocó, que dejó huellas en mi alma que han moldeado mi ser y sustentan en gran medida a la mujer que soy, lo que quiero y lo que espero.
Gracias por un padre que supo serlo, por sus aciertos y sus yerros, por su carácter y su bondad que me enseñaron que al final de cuentas vamos andando y en el camino hacemos lo mejor que nos salen los intentos de acompañamiento. Creo que a nosotros el rol de padre e hija nos salió bastante bien y ahora su recuerdo me acompaña en el camino de mi propia existencia.
Mi papá vivió 87 años y amó la vida porque la consideraba a pesar de todo: bonita. De él aprendí yo amarla y a querer vivirla intensamente.
El siguiente escrito es para mí en este día una manera de honrar la memoria de mi papi, un hombre que me amó sin condiciones. Te quiero papi. Un beso hasta el cielo!
Del libro "Los sacramentos de la Vida" de Leonardo Boff
En el fondo del cajón se esconde un pequeño tesoro: una cajita de cristal con una pequeña colilla; de picadura y de humo amarillento como las que se suelen fumar en el Sur de Brasil. Hasta aquí nada nuevo. Sin embargo, esa insignificante colilla tiene una historia única. Habla al corazón. Posee un valor evocador de infinita añoranza.
Fue el día 11 de agosto de 1965. Munich, en Alemania. Lo recuerdo muy bien: Allá afuera las casas aplaudían al sol vigoroso del verano europeo; flores multicolores explotaban en los parques y se asomaban sonrientes a las ventanas. Son las dos de la tarde. El cartero me trae la primera carta de la patria. Llega cargada de nostalgia abandonada por el camino recorrido. La abro ansiosamente. Escribieron todos los de casa; parece casi un periódico. Flota un misterio: "Estarás ya en Munich cuando leas estas líneas. Igual a todas las otras, esta carta es, sin embargo, diversa de las demás y te trae una hermosa noticia, una noticia que, contemplada desde el ángulo de la fe es en verdad motivo de alborozo.
"Dios exigió de nosotros, hace pocos días, un tributo de amor, de fe y de embargado agradecimiento. Descendió al seno de nuestra familia, nos miró uno a uno, y escogió para sí al más perfecto, al más santo, al más duro, al mejor de todos, el más próximo a él, nuestro querido papá. Dios no lo llevó de entre nosotros, sino que lo dejó todavía más entre nosotros.
Dios no llevó a papá sólo para sí, sino que lo dejó aún más para nosotros. No arrancó a papá de la alegría de nuestras fiestas sino que lo plantó más a fondo en la memoria de todos nosotros. No lo hurtó de nuestra presencia, sino que lo hizo más presente. No lo llevó, lo dejó. Papá no partió, sino que llegó. Papá no se fue sino que vino para ser aún más padre, para hacerse presente ahora y siempre, aquí en Brasil con todos nosotros, contigo en Alemania, con Ruy y Clodovis en Lovaina y con Waldemar en Estados Unidos".
Y la carta proseguía con el testimonio de cada hermano, testimonio en el que la muerte, instaurada en el corazón de un hombre de 54 años, era celebrada como hermana y como la fiesta de la comunión que unía a la familia dispersa en tres países diversos. De la turbulencia de las lágrimas brotaba una serenidad profunda. La fe ilumina y exorciza el absurdo de la muerte...
Al día siguiente, en el sobre que me anunciaba la muerte, percibí una señal de vida del que nos había dado la vida en todos los sentidos, y que me había pasado desapercibido: una colilla amarillenta de un cigarrillo de picadura. Era el último que había fumado momentos antes de que un infarto de miocardio lo hubiera liberado definitivamente de esta cansada existencia. La intuición profundamente femenina y sacramental de una hermana, la movió a colocar esta colilla de cigarrillo en el sobre. De ahora en adelante la colilla ya no es una colilla de cigarrillo. Es un sacramento. Está vivo y habla de la vida. Acompaña a la vida. Su color típico, su fuerte olor y lo quemado de su punta lo mantienen aún encendido en nuestra vida. Por eso es de valor inestimable. Pertenece al corazón de la vida y a la vida del corazón. Recuerda y hace presente la figura del padre, que ahora ya se convirtió, con el pasar de los años, en un arquetipo familiar y en un marco de referencia de los valores fundamentales de todos los hermanos.
"De su boca oímos, de su vida aprendimos que quien no vive para servir no sirve para vivir".
Es la advertencia que colocamos para todos nosotros en la lápida de su tumba [...]. El último cigarrillo se apagó junto con su vida mortal. Algo, sin embargo, sigue todavía encendido. Gracias al sacramento...